Entrvista: PáGINA 12
23/04/2012
EL NUEVO PAPEL DEL ESTADO Y LAS
TRANSFORMACIONES SOCIOECOLOGICAS, SEGUN ULRICH BRAND
Ulrich Brand es un politólogo y economista alemán
que promueve una teoría crítica para abordar lo que llama financierización de
la naturaleza, los dispositivos de gobernabilidad global y las transformaciones
del Estado. En esta entrevista, plantea los fundamentos de su visión y analiza
la crisis del capitalismo, los desafíos actuales del sur y las salidas que
encontró la Argentina.
–¿Cómo se
vincula hoy la crítica al desarrollo y la cuestión de la crisis?
–En la
cumbre de Copenhague de 2009 sobre el cambio climático por primera vez se
formuló desde los movimientos sociales, y más allá de las ONG, una crítica muy
fuerte diciendo basta a este modo de gestión global de los recursos. Esto se
articula de modo directo con la crisis actual, aunque ya encontramos en el
siglo XIX el debate entre Marx y Sismondi referido a qué significa el
crecimiento como solución a los problemas. Esta vez, el disenso se articuló
también entre las elites. Por ejemplo, Amartya Sen y Joseph Stiglitz dijeron
que había que reconocer estas críticas frente a lo que se proponía como salida
dominante: redinamizar el crecimiento. Por supuesto, hay cierta historia y
cierta preocupación por cómo salimos de la crisis. Está la respuesta neoliberal,
que es hoy la dominante en Europa y que consiste en la receta de la austeridad.
Luego, la respuesta keynesiana, que pide inversiones y consumo interno para
empujar la economía. Y, más al margen, está el debate sobre qué hacemos con el
crecimiento. Algunos iconos al respecto son personas como el inglés Tim
Jackson, que propone una fórmula ya famosa: bienestar sin crecimiento.
–¿Qué
opina de esta posición a favor del decrecimiento?
–La
postura del decrecimiento restringe el crecimiento a un materialismo inocente,
muy positivista, que cree resolver los problemas ecológicos a través de menos
consumo, menos producción, más eficacia en el uso de recursos. Lo que se pierde
en esta discusión es que el crecimiento supone la comodificación de relaciones
sociales y de la naturaleza. Esto significa que desde el decrecimiento no se
piensan las formas sociales del crecimiento, ya que no se las vincula con las
formas capitalistas ni con la cotidianidad de la gente. Otro problema es que
todavía en Europa no se debate en serio sobre el desarrollo porque se sigue
viendo como un concepto destinado únicamente al sur. Es por eso que desde el
norte no surge una crítica al desarrollo.
–¿La
postura del decrecimiento se presenta como anticapitalista?
–Quienes
argumentan a favor del decrecimiento hablan de una crisis del capitalismo, pero
sin pensar cómo terminar con las formas sociales capitalistas. No es
suficiente. Hace veinte años que Japón no crece y es una sociedad capitalista.
Argentina en los ’80 y ’90 no creció. Pero la cuestión es cambiar la forma del
valor, la forma de la mercancía, la forma política del Estado. El capitalismo
no se acaba sin crecimiento. El capitalismo es acumulación de capital. Y si hay
crecimiento económico esa acumulación es más suave porque se puede repartir. Si
no hay crecimiento, como ahora en Europa, la respuesta del capital es la
austeridad o las privatizaciones. El carácter hegemónico del capitalismo se
reproduce mejor cuando hay crecimiento. Pero decir que el no crecimiento lleva
a que el capitalismo se acabe para mí es una tontería.
–¿El
término posdesarrollo es más abarcativo?
–Sí. Es
un debate mucho más pequeño, pero tiene como eje criticar los fundamentos
epistémicos del desarrollo como valor universal y las relaciones de fuerza que
están allí implicadas. El desafío es llevar este debate más allá, hacia lo que
llamo modo de vida imperial, es decir, a cómo se sustenta cierto desarrollo
incluso desde el punto de vista de la vida cotidiana.
–¿Esto
incluiría una crítica a la modernidad?
–Exactamente.
Acá, en el sur, es posible hablar de crisis civilizatoria, como algo mucho más
profundo. En el norte, en cambio, la perspectiva es más estrecha: desde la
izquierda se habla de crisis del capitalismo y la mayoría de los analistas
simplemente señala la crisis del neoliberalismo como una crisis coyuntural que
se resolvería con una mayor intervención del Estado.
–¿Cómo la
definiría usted?
–Diría,
en primer lugar, que es una crisis múltiple. Esto significa que no es solamente
una crisis económica ni una crisis financiera, como plantea la perspectiva
keynesiana. Desde ese análisis se propone que hay que regular los mercados
financieros, hacer más inversión pública y luego se llegará a otro modelo de
crecimiento. Yo diría, en cambio, que hay que pensar en la transformación del
modo de producción y del modo de vida. Si finalmente esto implica crecimiento o
no, lo van determinando las luchas concretas en contra de ciertas formas de la
economía que sólo se median por dinero.
–¿Qué
otras economías desafían la noción clásica del crecimiento?
–Me
interesa abrir el debate sobre qué significa una economía de lo común, o
solidaria, que no es parte de un crecimiento formal, pero que es parte efectiva
de una vida mejor. Por ejemplo, esto implica discutir qué significaría en una
ciudad como Buenos Aires la posibilidad de cuadruplicar el transporte público
con precios muy bajos y no pensarlo como algo contra el crecimiento, sino en
términos de aumento de movilidad de la población. En Europa, las huertas
comunitarias hacen que un 20 por ciento de la comida esté asegurada por esa
vía, lo cual implica un decrecimiento puro desde cierta lógica, pero es sobre
todo un mejoramiento concreto de la vida.
–Es muy
difícil, de todas maneras, romper la idea de que el crecimiento es bienestar...
–El
crecimiento no puede ser una cuestión de creencias de la que se está a favor o
en contra. Es un efecto de un acumulado de luchas. La cuestión para mí es si
somos capaces de ampliar el espacio de la producción común, de la producción no
capitalista.
–¿Cuál es
la capacidad efectiva de esas otras economías?
–La
economía pública-estatal es mercantil, sólo que se maneja el precio de un modo
más político. La economía común, en cambio, es no mercantil. En el 2004, la
estadística alemana hizo un cálculo que decía que había 56 mil millones de
horas de trabajo asalariado y 96 mil millones de horas de trabajo no
asalariado. ¿Qué significa esto? Que la referencia cuando se habla de trabajo
no puede ser únicamente el trabajo asalariado. Hay que abrir esta idea, como ya
han hecho las feministas, incluyendo las horas de cuidado y de actividad
política o comunitaria como actividades centrales para mantener la sociedad. Me
parece importante la perspectiva “4 en 1” de la filósofa Frieda Haug, que
propone la orientación de vivir cuatro horas de trabajo asalariado, cuatro
horas de un trabajo para nosotros mismos, cuatro horas de cuidado y cuatro
horas de trabajo para la comunidad o de trabajo político, como forma de
rearticular los modos del hacer y la idea misma de lo común.
–Usted
habla desde una perspectiva de la ecología política. ¿Qué implica?
–La
economía neoclásica supone que la sociedad se aprovecha de la naturaleza y la
tecnología resuelve los problemas y los límites que van apareciendo. Para la
economía ecológica los límites sí son un problema y se concentra allí. La
ecología política, que es mi punto de vista a partir de la Escuela de Frankfurt,
va un paso más allá: sostiene que la reproducción material de las sociedades es
un proceso de dominación de la naturaleza en el mismo sentido que las
relaciones de dominación que estructuran la sociedad. No podemos pensar en
salvar el planeta si no pensamos la emancipación social. Me niego a tomar los
límites del planeta como punto de partida.
–¿Entonces...?
–El punto
de partida es la dominación social, la cual por supuesto implica un modo de
dominación de la naturaleza. Y esto lleva a la pregunta bien concreta de cómo
nos reproducimos en el contexto de la movilidad, de las ciudades, de las
viviendas, del campo, de la sexualidad, de la comunicación, de lo que comemos.
Acá hay un campo de formas de reproducirse materialmente que no son parte del
mercado capitalista. La pregunta entonces cambia: ¿cuáles serían las formas
emancipatorias de tratar con la naturaleza cambiando los modos de vivir en la
ciudad, de moverse, de construir vivienda, de producir, etc.? En este punto la
cuestión de la decisión democrática es decisiva.
–¿En qué
sentido?
–¿Quién
decide, por ejemplo, las formas de salida de la crisis en Argentina del 2001?
Podríamos decir: es la soja, una forma de comodificación de la naturaleza.
También la minería. Que es un modo de ver a la naturaleza como recurso. ¿Quién
decide, por ejemplo, los materiales con los que se van a construir los
celulares de la próxima generación? Son los núcleos de investigación y
desarrollo de algunas empresas, no es la investigación pública. Si no ponemos
sobre la mesa la cuestión de la democracia, es decir, quién decide cuáles son
los corredores de salida de la crisis, la salida tarde o temprano es la
austeridad. Ustedes en Argentina lo saben mejor que nosotros. En esto es
urgente juntar la perspectiva roja y verde: si no luchamos hoy a favor de la
democratización y nos quedamos en una posición defensiva, como los keynesianos,
la próxima crisis se resuelve por medio de la austeridad del capitalismo
autoritario.
–Insiste
en que no se trata de una cuestión formal, ¿cómo se logra?
–Vinculando
esto con la experiencia cotidiana de la gente. Porque democracia acá no es algo
formal, sino cómo yo me apropio de la vida, cómo vivo. El problema es cuando la
cuestión ecológica y la cuestión democrática van por caminos diferentes.
–¿Qué significa
lo que llama el modo de vida imperial?
–Es la
pregunta por cómo se está universalizando un modo de vida que es imperial hacia
la naturaleza y las relaciones sociales y que no tiene ningún sentido
democrático, en la medida que no cuestiona ninguna forma de dominación. En este
sentido preciso, el modo de vida imperial es no democrático. El modo de vida
imperial no se refiere simplemente a un estilo de vida practicado por
diferentes ambientes sociales, sino a patrones imperiales de producción, distribución
y consumo, a imaginarios culturales y subjetividades fuertemente arraigados en
las prácticas cotidianas de las mayorías en los países del norte, pero también,
y crecientemente, de las clases altas y medias an los países emergentes del
sur.
–¿Se
trata de una generalización en distintas escalas?
–Cuando
hablamos de generalización, no insinuamos que toda la gente esté viviendo
igual, sino que existe una especie de lógica de desarrollo ampliamente
aceptada, que se inscribe en estructuras coercitivas y dispositivos de acción.
A pesar de que la crisis ecológica se politizó en los últimos tiempos y es
también percibida como un problema en el discurso dominante, parece que los
patrones de producción y consumo y los patrones culturales subyacentes se están
consolidando y generalizando a nivel global con el apoyo del Estado y de la
esfera política.
–¿No
puede pensarse que en la medida en que el sur amplía sus patrones de consumo
aparece desde el norte una preocupación por los límites y la crisis ecológica
del planeta?
–Desde
los conservadores, efectivamente, se trata de contener el crecimiento del sur.
Los neoliberales, en cambio, dicen ¡qué bien que el sur crece, necesitamos
ampliar los límites y una creciente sustitución de la naturaleza por el capital
a partir de los avances tecnológicos! El déficit del debate viene dado también
porque ciertas izquierdas medioambientales tienen una perspectiva catastrófica.
–¿Qué
sostienen?
–Un
aspecto central en este contexto es la superación de la dicotomía entre la
sociedad y la naturaleza, ampliamente difundida también en las fuerzas sociales
y políticas progresivas. Políticamente, esta dicotomía se refleja, entre otras
cosas, para servirse de la cuestión ecológica en contraposición a la cuestión
social. La tendencia de declarar a la ecología como contradicción secundaria se
manifiesta precisamente en la actual crisis económica, en la cual el
catastrofismo ecológico (“Nos queda muy poco tiempo”) y la ignorancia (“Ahora
no hay tiempo para eso”) están formando una alianza peligrosa.
–¿Cómo se
discute esto en Europa?
–Hay un
consejo muy importante del gobierno alemán que cada año hace un informe y que
ahora diagnostica que necesitamos una “gran transformación”. Se refieren, sin
embargo, a una transición: la perspectiva es la renovación de un Estado que
ahora se ve como capturado por los neoliberales. Esto supone que una vía de
salida a la crisis es poner precio a la naturaleza. No es sólo una posición
neoclásica, es también keynesiana y de la economía ecológica. Todos comparten
un mismo argumento: la naturaleza necesita un precio. Hay un famoso informe
sobre biodiversidad en 2008 que sostiene que la única manera de salvar la
biodiversidad es que se sepa su precio.
–¿El eje
queda puesto en el papel del Estado?
–El
debate queda encapsulado en la renovación del Estado. El neoliberalismo se
asocia únicamente al imperio del mercado y hoy se supone que con el Estado
interviniendo en la economía estaríamos en otra fase. Pero cuando hablamos de
transformación hablamos de algo mucho más profundo: de la transformación de los
modos de vida y las relaciones de producción, lo cual no puede empezar por el
Estado. El Estado asegura las relaciones existentes, claro que resuelve algunos
problemas, pero siempre al interior de la lógica capitalista. Hablando
teóricamente, hay que pensar cuáles son los actores de la gestión y cuál es el
objeto de la gestión, qué se quiere gestionar.
–Volviendo
el eje al sur. ¿Cómo pensar una alternativa?
–Hay un
miedo a China. El sur se tematiza como competidor industrial, por ejemplo
India. Y como lugar de donde provienen los recursos. Pero no se lo percibe más
allá de la competitividad internacional, dentro del paradigma global actual.
Hay que impulsar el debate sobre qué sería una regulación del mercado mundial a
partir de las luchas sociales. Por ejemplo, ¿qué pasaría si Bolivia exportara
un tercio de lo que exporta hoy, pero manteniendo una renta que le permita una
distribución democrática? ¿Cómo pensar que el mercado mundial debe pagar mucho
más por un recurso que se extrae del sur? Esto tiene que ver, por supuesto, con
las relaciones de poder. Y por eso la respuesta a nivel latinoamericano puede
ser organizar un cartel de precios, imponiendo que Europa deba pagar tres veces
más. Y la justificación debería ser la presión que imponen las luchas en este
continente a favor de distribución más justa de la riqueza y de un
extractivismo moderado.
–¿Supondría
que los Estados, presionados por las luchas, negocian a nivel global otros
precios?
–Es lo
que hace la Unión Europea con los productos agrarios, que son tres veces más
caros que en el resto del mundo. Entonces, cada tonelada de carne que viene de
Argentina a Europa inmediatamente se triplica en precio. Esto no es decisión
pura del Estado, sino presión social.
–¿Por qué
tiene tanta repercusión el concepto del “buen vivir”?
–Porque
implica tomar en serio que hay otras formas de reproducción social, material y
espiritual, que no son capitalistas. Lo cual abre un espacio para repensar, a
la altura de la modernidad, eso que llamamos buen vivir. Tomando por supuesto
en serio los avances tecnológicos, las nuevas experiencias, las redes
internacionales, etc. El riesgo es petrificar el buen vivir como algo indígena,
puramente autóctono.
Un detalle de como nos sentimos las personas ante la impotencia que nos generan los políticos, es lo que pasa en nuestro pueblo de 160 personas denominado Niharra, provincia de Ávila, donde el Alcalde con la compañía eléctrica Iberdrola, quieren en plena calle instalar un transformador eléctrico por donde pasan niños y mayores además de coches, camiones y tractores, y por ello te pedimos que difundas y si puedes firmes en: http://www.change.org/es/peticiones/no-al-transformador-en-calzada-vieja
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